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Diego Medrano huronea en Madrid, hace la novela de la vida mientras agota gones y tabernas, apura lunas de ocasión y tuertas, busca en la gran ciudad un consue
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Diego Medrano huronea en Madrid, hace la novela de la vida mientras agota gones y tabernas, apura lunas de ocasión y tuertas, busca en la gran ciudad un consuelo a la manera de los poetas clásicos de bulevar (Baudelaire, Louis Aragon, Raymond Queneau). El ciclo La soledad habitada consiste en vaciarse por fuera e intentar encontrar por fuera la luz de vela, hoy más débil que nunca, de la cultura. El yo es, por instantes, como quería Michaux, “un movimiento entre el gentío”. La palabra tiene la misma vocación de tortura que de instrumento liberador, de bisturí que de placebo, de espita que de tumba abierta. Escribir tiene que ver con pensarse, con recorrerse, y hay un culebreo húmedo, un pálpito extraño de la misma escritura sin paracaídas y donde el autor se quema a lo bonzo. La conquista de Madrid se fragua haciendo de la escritura no es un motivo cuanto un destino. El llamado bildungsroman –la novela de iniciaciónes bucle y ese estar siempre en aprendiz, en estudiante, es lo que le hace un visionario. Busca a los malditos, a los bohemios de toda laya, a los locos para quienes la palabra es redención y el juego explícito de la misma los mejores camafeos, la única luz de las noches más oscuras. Se buscan los círculos intelectuales, los pequeños adoradores de lo sintáctico, como droga dura o vino malo. A la manera de los libros más clásicos del maestro de Borges, Rafael Cansinos Asens (La novela de un literato), de los más líricos de Francisco Umbral (Trilogía de Madrid), de los más íntimos de Claudio Magris (El Danubio), de los más eruditos de W. G. Sebald (Los anillos de Saturno), de los más periodísticos de nuestro último Premio Nobel, la ucraniana Svetlana Aleksiévich (El hechizo de la muerte), de los más inclasicables de Vila-Matas (Bartleby y compañía) o de los más urgentes, entre el periodismo más acerado y otra literatura, de Kapuscinski (Ébano), en la confusión total de géneros literarios y el dominio magistral de los mismos, Diego Medrano rastrea un Madrid de presente y precariado, de esplendor y miseria, de lecturas en voz baja y sustos ácidos, buscando a partir de la deriva urbana un sentido a nuestra vida íntima como lectores sin posible solución y a una “modernidad líquida” (desfallecido el estado de bienestar, la usura como habitual moneda de cambio) donde la cultura vuelva a ser el principal asidero, la ruta más intrépida en el tiempo de todos los asedios y amenazas más lúgubres.